Don Tristán habitaba en su quinta Campeche
Extramuros, en unión de su esposa Eugenia y su hija Ofelia, de 3 años de edad,
único fruto de su matrimonio. Era tal fobia que alimentaba Villanueva contra la
iglesia que, a pesar de la piedad de su mujer, se había negado a permitir que
la pequeña recibiera las aguas del bautismo.
Ofelia, no obstante sus tres años, era una chica precoz,
lo que complacía a sus padres y a todos aquellos que la trataban. La
inteligencia de la niña se manifestaba en los vínculos que, en razón de su
corta edad había establecido con Marqués, un perrazo de aspecto feroz con el
que ella dialogaba seriamente acerca de los problemas de su mundo.
En cierta ocasión, cuando ya avanzada la noche,
dormían los moradores de la quinta, los esposos fueron despertados por los
furiosos ladridos de Marqués, Don Tristán, temiendo que algún malhechor hubiese
entrado en el predio, salió armado en busca del bandido; pero sólo descubrió al
perro, que, ya menos enardecido, ladraba hacia una figura en forma de
cuadrúpedo que se perdió en el monte aledaño, y de lo cual dedujo el hombre que
el escándalo lo había causado la presencia de otro perro.
Pero una de aquellas noches ocurrió algo increíble.
Había transcurrido parte de la noche cuando Don
Tristán, gracias a ese sentido misterioso que actúa en el individuo en casos de
peligro mortal, se incorporó de su lecho. Al momento empezó a escuchar los
ladridos de Marqués. Sin embargo, ahora creyó oír, además de los aullidos del
animal, rugidos emitidos por alguna fiera. Y, cuando fue capaz de coordinar sus
ideas, Villanueva se dio cuenta de que tanto los ladridos como los rugidos
resonaban en el interior de la mansión, y que provenían de la habitación de
Ofelia.
El cuadro que vieron los padres de la niña era para
helar la sangre en las venas. En medio de la pieza, Marqués atacaba a
dentelladas a una bestia monstruosa, de figura indescriptible, cuyos ojos
llenos de maldad brillaban como carbones encendidos. El espantoso ente
chorreaba sangre de producida por las mordeduras que el perro le infería; y
aunque a cada ataque Marqués recibía una fuerte manotada que le estrellaba
contra el suelo y los muros del cuarto, poseído de un vigor sobrenatural no
cesaba de amargar el maligno engendro con renovada furia.
La enloquecida mujer sólo acertó al exclamar: ¡Dios
mío!, y se desvaneció.
Las palabras pronunciadas por Eugenia tuvieron un
efecto mágico. Al oírlas, la bestia, a la que continuaba acosando el perrazo,
retrocedió, en su horrible rostro reflejóse un miedo cerval, y huyó del lugar.
Huelga añadir que, pasados los acontecimientos, Don
Tristán cambió radicalmente su comportamiento y su postura recalcitrante y
atea.
Solo hubo que lamentar la muerte del valeroso perro,
que no pudo sobreponerse a las consecuencias de las heridas que asimiló en el
combate sostenido con el monstruo. Y Don Tristán, para perpetuar la memoria del
defensor de su hija, mandó a construir sobre la azotea de su residencia la efigie
en la piedra de Marqués en actitud vigilante; y es la misma que se admira en el
tejado de la casa que ocupa el sitio hoy conocido como la Esquina del Perro.
La figura vigilante del can que se menciona en esta
leyenda y que fuese construida en una de las esquinas de la casa, fue destruida.
En realidad de la casa poseía tres efigies: una con la figura de un perro en
actitud vigilante, otra parada en "cuatro patas" y otra más, en actitud
dócil mirando hacia el frente. Esta última fue llevada a la ciudad de Mérida,
como un recuerdo, por Don Víctor Manuel Moreno Aguilar, pariente de la antigua
dueña de la Casa.
Alvar Eduardo Ortíz Azar
TOMADA DEL BLOG: http://esquinadelperro.blogspot.mx/
porq tan larga a mi me la contaron mas corta :v
ResponderBorraraaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
ResponderBorrarAA
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